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Obsesiva Santa Fe

El hombre pájaro y la libertad

Los sentidos suelen engañarnos. No es suficiente mirar, hace falta observar; no basta con escuchar, se requiere oír y se necesita más que razonar para entender. Santa Fe, como todas las grandes ciudades, está llena de mirones, de escuchas y de estudiosos, incapaces de percibir el verdadero fluir de la vida. Pero hay quien sí…

— Ricardo Dupuy

DOMINGO 29 DE OCTUBRE DE 2017

En la mayoría de los casos, la dignidad no se advierte a simple vista, pero esta vez, sí. 

Estaba parado en la esquina, al lado del poste del semáforo; había resuelto pedir ayuda, pero nunca supuso que costaría tanto. No era tan sencillo, como le habían comentado sus vecinos de barrio San Lorenzo.

Yo primero lo sentí, después lo vi y terminé por observarlo, aun tras los cristales oscurecidos de la ventana del conductor. Irradiaba dignidad, dignidad y  vergüenza. 

Con media sonrisa en el rostro, que intenté se percibiera cómplice, bajé el cristal y le alcancé un billete andrajoso de cinco pesos.

Él sonrió, sonrió de verdad, con gratitud, propia de quien recibe un empujón de alguien que lo acerca a la salida de un laberinto oscuro.

Supuse el fin del episodio, pero antes de confinarme en el interior del coche, alcancé a percibir que murmuraba algo. Volví a bajar los cristales y lo escuché con claridad.

-No todo está perdido; vio que hay más pájaros en la ciudad. Vio que casi no le tienen miedo a la gente…

Luz verde y arranqué. Creí notar que me saludaba con un movimiento de cabeza.

Los pájaros. ¿Quién piensa en los pájaros pidiendo limosnas en las calles de Santa Fe? 

No parecía extraviado, mucho menos borracho o drogado. 

¿Qué historia oculta tiene este hombrecito barbudo que, ahora, apenas alcanzaba a divisar en el espejo retrovisor? 

No pude dejar de pensar en él, mientras me alejaba por Aristóbulo del Valle, rumbo al sosiego de mi hogar.

Y yo, que nunca tuve suficiente con mi propia vida; que cada vez más, se me hacía cuesta arriba neutralizar ese inexplicable impulso por prestar oídos a historias ajenas. Yo, decidí volver y escuchar.

Bichos con plumas que vuelan

Dejé el auto a pocas cuadras y fui al encuentro de otra crónica para mi álbum, la de un mendigo digno y misterioso. 

Un mendigo   preocupado más que por comer algo caliente, o dormir esta noche en un lugar seguro, por los pájaros de la ciudad. 

- ¿Los pájaros? Le solté, a centímetros, mirándolo de frente.

-Cuando yo era chico, comentó, los inmigrantes italianos cazaban pájaros, los desplumaban y se los comían con polenta. Mi madre me decía que era entendible, venían de la guerra y en la guerra la carne es un bien reservado para los fusiles.

-Tiempo después, ya de muchacho, pasaba el día cazando pajaritos con tramperas, con gomeras y hasta con un pegamento asqueroso que sacábamos de los árboles.

Los pájaros vivieron en peligro por años, pero en estos últimos tiempos se liberaron, se sienten libres y por eso felices, se les nota.

¿Y eso es un buen síntoma? Pregunté

Para los pájaros claro. Dijo tirando una carcajada chillona y desdentada al aire fresco de la tarde noche.

-No es piedad, continuó, es indiferencia; ya nadie repara en ellos, a nadie les importa. Los chicos no saben lo que es una gomera y las jaulas han quedado para decorar vidrieras.

-Solo los picaflores, las lechuzas y los loros, son apenas conocidos por los niños de ciudad, los demás, solo aves. Bichos con plumas que vuelan.

-Amigo mío, le aseguro que ser ignorado por la gente tiene sus ventajas, permite vivir en libertad, andar de un lado a otro, sin llamar la atención. Los pájaros y los mendigos bien lo sabemos.

Y no dijo más; se encaminó hacia una camioneta azul que había sido sosegada por el rojo del semáforo. Vi que una señora con un pañuelo bordó y blanco en su cabeza, a manera de turbante, le alcanzó un billete de diez para luego cerrar rápido la ventanilla y avanzar.

Entendí que eso era todo, y crucé la avenida en dirección a mi auto. Pero, ya del otro lado del asfalto, desafiando el ruido del tránsito, pude ver al hombrecito llevarse las manos a la boca, y colocarlas a manera de bocina; escuché, o creí escuchar:

¡Los sentidos te encarcelan!

A diario paso por el lugar, y aunque siempre me fijo,  nunca más volví a verlo. Quiero suponer que es solo coincidencia de horarios, él seguro pasa seguido, porque suele haber rastros de migas de pan en el lugar y varios pájaros dando vueltas, buscando alimentarse. 

Se los observa sin miedo. Quizás atrevidos o acaso ignorados. 


Por Ricardo Dupuy 

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