La derrota legislativa que sufrió el oficialismo en la Cámara de Diputados por la derogación de la emergencia en discapacidad y el financiamiento universitario no fue solo un traspié parlamentario. Fue, sobre todo, una señal política. Una advertencia concreta de que el sistema de alianzas que hasta ahora había sostenido a La Libertad Avanza empieza a crujir, y que la gobernabilidad del proyecto de Javier Milei entra en una etapa de mayor incertidumbre.
Desde el inicio de su gestión, Milei apostó a una estrategia clara: minoría propia, confrontación discursiva y construcción de mayorías circunstanciales para cada ley. El plan funcionó en los primeros meses gracias a un trípode clave: el acompañamiento del PRO, la negociación con gobernadores “dialoguistas” y la presión de la opinión pública sobre un Congreso desacreditado. Pero ese equilibrio precario muestra hoy signos evidentes de desgaste.
La votación que habilitó el avance de iniciativas sensibles como discapacidad y universidades expuso una realidad incómoda para el oficialismo: cuando el ajuste toca derechos sociales ampliamente legitimados, el margen de maniobra política se achica. Y en ese contexto, ni el discurso anti-casta ni la amenaza del veto alcanzan para disciplinar aliados.
El PRO, socio táctico indispensable desde el balotaje, atraviesa su peor momento en la relación con el Gobierno. No se trata solo de diferencias ideológicas —que siempre estuvieron— sino de una disputa de poder cada vez menos disimulada. Milei necesita al PRO para sostener gobernabilidad; el PRO necesita diferenciarse para no ser fagocitado electoralmente por La Libertad Avanza. Ese dilema se traduce en votos que ya no están garantizados.
Mauricio Macri juega su propio juego. Acompaña cuando cree que fortalece su centralidad, se despega cuando percibe costos. Y muchos de sus legisladores replican esa lógica. La votación en Diputados mostró un PRO fragmentado, incómodo con la dureza del ajuste y con la estrategia de confrontación permanente del Presidente. El resultado es una alianza menos automática y más transaccional, justo cuando el Gobierno necesita previsibilidad.
Pero el PRO no es el único frente de tensión. El comportamiento de algunos gobernadores también dejó más dudas que certezas. Aquellos mandatarios provinciales que en los primeros meses facilitaron leyes clave hoy recalculan. El ajuste golpea de lleno en las provincias, los recursos escasean y el costo político de acompañar medidas impopulares empieza a sentirse en los territorios.
La lógica es simple: los gobernadores no gestionan desde X (ex Twitter), gestionan obra pública, hospitales, sistemas de discapacidad, transporte y salarios públicos. Cuando las políticas nacionales impactan directamente en esos ámbitos, la fidelidad legislativa se vuelve más frágil. Y el Gobierno, que hizo del enfrentamiento con las provincias una bandera, empieza a pagar ese costo.
En este escenario, la agenda de reformas de Milei entra en una zona de riesgo. Las grandes transformaciones estructurales —reforma laboral, previsional, cambios profundos en el Estado— requieren algo más que convicción ideológica: necesitan mayorías políticas estables. Y hoy esas mayorías no están aseguradas.
El oficialismo confía en dos herramientas para compensar esa debilidad: el veto presidencial y la apelación directa a la opinión pública. Ambas tienen límites. El veto, si se vuelve sistemático, puede terminar consolidando una mayoría opositora capaz de insistir con dos tercios. La presión social, por su parte, pierde efectividad cuando las demandas tienen alto consenso social, como ocurre con la discapacidad o la universidad pública.
Además, el clima político empieza a cambiar. El shock inicial del ajuste fue tolerado por amplios sectores con la expectativa de una mejora futura. Pero a medida que pasan los meses y los costos se vuelven más visibles, el humor social se vuelve más exigente. En ese contexto, muchos legisladores —incluso aliados— empiezan a mirar más a sus votantes que a la Casa Rosada.
La derrota en Diputados no implica un colapso inmediato del proyecto libertario, pero sí marca un punto de inflexión. Milei ya no puede dar por descontado que su narrativa alcanzará para ordenar el tablero político. La etapa de la “luna de miel” legislativa terminó, y comienza otra más compleja, donde negociar será tan importante como confrontar.
El dilema del Presidente es profundo: ceder para construir gobernabilidad puede diluir la pureza de su programa; radicalizar para sostener identidad puede aislarlo políticamente. Hasta ahora eligió el segundo camino. La votación reciente sugiere que ese sendero tiene costos crecientes.
En definitiva, el crujido del sistema de alianzas no es un episodio aislado, sino el síntoma de una tensión estructural: un gobierno con vocación refundacional, pero sin músculo parlamentario suficiente. Si Milei no redefine su estrategia política —no su rumbo económico, sino su forma de construir consensos—, la agenda de reformas corre el riesgo de empantanarse en un Congreso que ya empezó a marcarle límites. Y en política, cuando los límites aparecen, ignorarlos suele salir caro.
