Opinón

Cookies, clics y comodidad: cómo regalamos nuestros datos sin hacer preguntas

La denuncia por una presunta filtración masiva de datos personales de millones de argentinos en la dark web volvió a instalar una sensación conocida: la de estar expuestos. Nombres, documentos, direcciones circulando en espacios donde nadie querría ver su información. La reacción inicial suele ser el enojo y la desconfianza. Pero, pasado el impacto, vale la pena detenerse en algo más incómodo: cuánto de esta vulnerabilidad empieza en nuestras propias decisiones cotidianas.

Aceptar cookies se volvió un acto automático. Entramos a un sitio, aparece el aviso y lo cerramos sin leer. No es desinterés, es costumbre. Queremos llegar al contenido, seguir con lo nuestro, no perder tiempo. En ese gesto mínimo, repetido una y otra vez, vamos cediendo información que no siempre sabemos quién recoge ni para qué.

Las cookies no son el problema en sí mismas. Facilitan la navegación, recuerdan preferencias, hacen que todo funcione mejor. El problema aparece cuando dejamos de preguntarnos qué habilitamos con cada clic. Seguimiento de hábitos, cruces de información, perfiles que se construyen en silencio mientras navegamos. Nada espectacular, nada visible, pero constante.

Según la denuncia, más de un terabyte de información sensible, atribuida a bases estatales y privadas, estaría circulando en la dark web. Especialistas advierten que podría tratarse de la filtración más grande de la historia local y alertan sobre los riesgos concretos de fraude y suplantación de identidad. El volumen por sí solo da cuenta de la magnitud del problema, aun cuando su alcance final esté bajo investigación.

La filtración denunciada expone fallas que deben investigarse y responsabilidades que deben asumirse. Sin embargo, también deja al descubierto una relación cada vez más relajada con nuestros datos personales. Nos acostumbramos a entregar información a cambio de comodidad. Formularios que completamos sin pensar, aplicaciones que descargamos sin revisar permisos, contraseñas que repetimos porque es más fácil.

Si acepto, ¿acepto?

No se trata de culpar al usuario ni de promover una desconfianza permanente. Se trata de asumir que la privacidad, en el mundo digital, no se pierde de golpe. Se va diluyendo. Un clic por acá, un permiso por allá, un “acepto” que nadie lee. Cuando aparece una filtración masiva, el daño parece repentino, pero en realidad es el resultado de una acumulación silenciosa.

Tal vez el mayor problema sea que naturalizamos esta exposición. Que nos sorprenda más una filtración que el hecho de haber entregado tantos datos previamente. Que reaccionemos cuando ya es tarde, pero no cuando todavía tenemos margen para decidir.

El caso que hoy genera preocupación debería servir, al menos, para frenar un segundo antes del próximo clic. Leer, configurar, preguntarse si realmente hace falta dar ese dato. No como una garantía absoluta —porque no existe—, sino como un gesto mínimo de cuidado.

En tiempos donde la información personal vale cada vez más, quizás la reflexión sea simple: no todo lo que es cómodo es inocuo. Y no todo lo que aceptamos sin pensar es realmente gratuito.

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