La discusión sobre el financiamiento universitario en Argentina y particularmente el veto presidencial de Javier Milei a la ley que buscaba garantizar un piso de recursos para las casas de altos estudios, abrió un capítulo más en el enfrentamiento político e ideológico que atraviesa el país. El posterior rechazo del veto en la Cámara de Diputados no solo revirtió la decisión presidencial, sino que además encendió un debate de fondo: ¿Qué lugar ocupa la educación pública en el modelo de nación que se quiere construir?
El episodio tiene una potencia simbólica difícil de ignorar. La universidad pública argentina es uno de los pocos consensos sociales que sobrevivieron a décadas de crisis económicas, cambios de gobierno y enfrentamientos partidarios. Con sus luces y sombras, constituye un punto de orgullo nacional, un espacio de movilidad social ascendente, un reservorio de investigación científica y, también, un escenario donde se forjó buena parte de la clase dirigente. Discutir su financiamiento, entonces, excede lo presupuestario: es discutir que país se quiere.
Javier Milei decidió vetar en su totalidad la ley de financiamiento universitario votada en el Congreso. En su fundamentación, repitió los argumentos que lo acompañan desde la campaña: el Estado no debe sostener con recursos de todos lo que considera “negocios corporativos, ni puede perpetuar, con dinero público, estructuras que a su juicio están “capturadas por la casta”. Para el presidente, la universidad pública es un espacio privilegiado de reproducción de ideas estatistas y de defensa de privilegios, más que un motor de desarrollo.
El veto fue, en ese sentido, una declaración de principios. Milei buscó marcar que no está dispuesto a conceder en uno de sus pilares de su proyecto: el achicamiento del gasto público y la redefinición del rol estatal. En su mirada, el financiamiento garantizado de las universidades es apenas otro capítulo del “gasto político” que, según él, debe ser eliminado o drásticamente recortado.
El problema, claro, es que detrás de esa narrativa ideológica hay un universo concreto: universidades que no pueden pagar la luz, facultades que ven peligrar sus becas, carreras que frenan proyectos de investigación, estudiantes que dependen de un comedor o un boleto subsidiado para poder continuar. El veto presidencial no cayó en el vacío: se inscribe en una coyuntura en la que rectores, docentes y alumnos llevan meses alertando sobre el desfinanciamiento.
La reacción del Congreso
El Congreso, y en particular la Cámara de diputados reaccionó con fuerza. El rechazo al veto mostró una inusual convergencia de bloques opositores y de sectores que, en otros temas, se encuentran enfrentados. Radicales, peronistas, socialistas, provinciales e incluso algunos liberales entendieron que el financiamiento universitario era una línea roja que Milei no podía cruzar sin costo político.
La determinación del Senado, se descuenta, será aún más contundente.
El resultado legislativo no solo restituirá la vigencia de la ley: también envía un mensaje institucional. El Congreso demostró que puede fijar límites al Poder Ejecutivo cuando este se aparta de consensos básicos. Y, en un escenario político tan polarizado, esa decisión adquirió una trascendencia mayor. No fue un simple tironeo presupuestario: fue la defensa de un valor que la mayoría de las fuerzas políticas considera parte del ADN nacional.
La universidad como símbolo
La universidad pública argentina no es solo un lugar donde se forman profesionales. Es también un símbolo cultural, social y político. Desde la Reforma Universitaria de 1918 hasta las recientes movilizaciones estudiantiles, el sistema universitario encarna la idea de que el conocimiento debe ser accesible para todos, independientemente de la condición social.
Ese principio de gratuidad y de autonomía es lo que explica que hoy la Argentina tenga premios Nobel formados en sus aulas, científicos reconocidos internacionalmente y una diáspora de profesionales que se destacan en el mundo. Pero también explica que miles de familias de clase media y baja encuentren en la universidad un camino de ascenso social que, en muchos casos, sería imposible de otro modo.
Milei, al vetar la ley, no solo se enfrentó con un sector político. Se enfrentó con esa tradición y con ese consenso. Su argumento económico – que los recursos son escasos y deben priorizarse- choca con un dato histórico: la universidad pública es una de las pocas políticas de Estado que mostraron continuidad y prestigio más allá de las crisis.
La propia Constitución Nacional expresa, en su artículo 75:
“Corresponde al Congreso (…) sancionar leyes de organización y de base de la educación que consoliden la unidad nacional, respetando las particularidades provinciales, asegurando la igualdad de oportunidades y posibilidades sin discriminación alguna, y que garanticen los principios de gratuidad y equidad de la educación pública estatal y la autonomía y autarquía de las universidades nacionales.
Este inciso 19 es clave porque incorpora, tras la reforma de 1994, la garantía de gratuidad de la educación pública y la autonomía universitaria.
El trasfondo ideológico
No se trata únicamente de números. Detrás del veto y la reacción parlamentaria hay un choque ideológico profundo. Para Milei, el Estado deber ser mínimo, casi inexistente, y los servicios deben regirse por la lógica del mercado. Bajo esa lógica, quién quiera estudiar debería pagar el costo real de su formación, y el que no pueda hacerlo debería buscar alternativas privadas más baratas o resignarse. Es la aplicación extrema de la meritocracia individualista: cada uno se salva por sí mismo.
Para la mayoría de las fuerzas políticas, en cambio, la universidad pública es un derecho. Un derecho que debe ser financiado solidariamente, porque el conocimiento no solo beneficia al individuo que lo adquiere sino a toda la sociedad. Un médico formado en la universidad pública salva vidas más allá de su origen social. Un ingeniero desarrolla tecnología que puede mejorar la productividad de un país entero. La inversión en educación no se mide solo en términos individuales, sino colectivos.
Ese choque de visiones es lo que explica la intensidad del debate. No se discute una partida presupuestaria más: se discute si la educación superior debe ser un derecho garantizado o un servicio transable en el mercado.
Consecuencias políticas
El rechazo al veto en diputados y la casi segura repetición en el senado tiene y tendrá varias consecuencias. En lo inmediato, asegura que las universidades cuenten con un financiamiento básico para sostener su funcionamiento. En lo político, significa una derrota para milei, que queda expuesto en su dificultad para construir mayorías legislativas. Su narrativa de lucha contra la “casta” encuentra un límite cuando esa “casta” se une para defender causas con fuerte legitimidad social.
A mediano plazo, el episodio puede fortalecer a la oposición, que encontró un punto de unidad en la defensa de la universidad pública. También puede marcar un quiebre en la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo, mostrando que no todo puede resolverse con decretos ni vetos. Y, en el terreno social, refuerza la idea de que la movilización ciudadana y la presión de la comunidad universitaria fueron claves para revertir la decisión del gobierno.
El debate sobre la ley de financiamiento universitario es, en última instancia, una batalla cultural. Milei no solo cuestiona números: cuestiona la legitimidad de un modelo educativo. Y la respuesta de la sociedad, expresada en las calles, en las universidades y en el Congreso, mostró que hay ciertos consensos que, por ahora, permanecen inquebrantables.
La universidad pública argentina no está exenta de críticas: burocracia excesiva, carreras interminables, estructuras rígidas, falta de conexión con el mercado laboral. Pero incluso con esas falencias, sigue siendo un faro en América latina. Desfinanciarla sería condenar al país a un retroceso histórico. Defenderla, en cambio, es apostar a un futuro donde el conocimiento sea motor de desarrollo y no un privilegio reservado a pocos.
Conclusión
El veto de Milei y su posterior rechazo no son un episodio menor en la coyuntura política. Constituyen un punto de inflexión. El presidente quiso marcar territorio en nombre del ajuste y la lucha con la “casta”. El Congreso en cambio, reivindicó a la universidad pública como patrimonio común. Entre ambos quedó expuesta una disputa central sobre el país que se quiere: uno donde la educación es mercancía o uno donde es un derecho.
La batalla seguirá. Pero lo ocurrido deja una certeza: cada vez que se intente avanzar contra la universidad pública, habrá una reacción política y social capaz de poner freno. Porque, en definitiva, defender la educación pública es defender la idea misma de nación