La edificación, construida a mano por un hombre que soñó con vivir allí junto a su princesa, parecía salida de un cuento medieval. Pero en su interior, algo más antiguo y extraño se ocultaba.
Los protagonistas eran cuatro duendes: tres pequeños, conocidos como “los Traviesos”, y uno mayor, apodado “el viejo”. Marcelo los había encontrado por azar en un local de artesanías de San Telmo y, desde el momento en que los llevó al castillo, empezaron a suceder hechos inexplicables.
“Un sereno que trabajaba de noche aseguraba escuchar pasos, carreras y movimientos; la tensión lo llevó a abandonar el puesto de manera repentina”
Al principio, todo parecía inofensivo: tazas que amanecían llenas de agua sin que nadie las tocara, rollos de cocina empapados como si hubiesen sido sumergidos, objetos que desaparecían para reaparecer en lugares imposibles. Sin embargo, las bromas pronto se volvieron más inquietantes. Un sereno que trabajaba de noche aseguraba escuchar pasos, carreras y movimientos; la tensión lo llevó a abandonar el puesto de manera repentina.
Uno de los incidentes más recordados involucró al “viejo” y su farol de hierro. Cada vez que alguien intentaba llevarse el farol, la llave del vehículo desaparecía misteriosamente para reaparecer en sitios insólitos, como sobre el capó o dentro de un compartimento cerrado del auto.
“Los episodios se multiplicaban: los rostros de los duendes que parecían cambiar de expresión, copas que se esfumaban y volvían a aparecer en la mesa”
Los episodios se multiplicaban: los rostros de los duendes que parecían cambiar de expresión, copas que se esfumaban y volvían a aparecer en la mesa, llaves que terminaban dentro de una heladera. Con el tiempo, el bosque que rodeaba el castillo fue talado y gran parte de la magia del lugar se desvaneció.
Pero no así la de los duendes. Cuando Marcelo dejó el castillo, las figuras lo acompañaron sin invitación, como si supieran que su vínculo no dependía de paredes ni torres. En su nuevo hogar, las travesuras siguieron con la misma intensidad.
Cuando Marcelo dejó el castillo, las figuras lo acompañaron sin invitación, como si supieran que su vínculo no dependía de paredes ni torres
Para Marcelo, estos seres no eran simples adornos: eran presencias que se manifestaban ante quienes estaban dispuestos a percibirlas, guardianes invisibles que, de algún modo, habían elegido seguirlo.
Y así, aunque el castillo quedó vacío, su verdadera magia se trasladó con él, recordándole cada día que algunos misterios no se quedan en un lugar… sino que viajan con nosotros.
