La reforma laboral volvió al centro del escenario político como una de las piezas clave del programa económico del Gobierno nacional. Se la presenta como una condición necesaria para crear empleo, reducir la informalidad y “modernizar” un sistema que, según el discurso oficial, quedó atrapado en el siglo pasado. Sin embargo, cuando se rasca apenas la superficie del relato, emerge una pregunta incómoda: ¿estamos frente a una verdadera política de desarrollo o ante un nuevo capítulo del ajuste descargado sobre el trabajo?
En la entrevista realizada en LT9, el abogado laboralista Matías Cremonte fue claro al advertir que muchas de las propuestas que circulan bajo el rótulo de reforma no buscan ampliar derechos ni generar más empleo genuino, sino abaratar costos laborales y reducir la protección del trabajador. No se trata de una discusión ideológica abstracta: es una disputa concreta sobre quién asume el costo del reordenamiento económico.
La Argentina tiene un problema serio de informalidad laboral. Casi cuatro de cada diez trabajadores están fuera del sistema formal. Pero atribuir esa realidad exclusivamente a la legislación laboral es, como mínimo, una simplificación interesada. La informalidad no nace del exceso de derechos, sino de una estructura productiva frágil, de pymes asfixiadas por la recesión, de ciclos económicos inestables y de un Estado que históricamente llega tarde a ordenar el desarrollo.
El argumento de que “si se bajan derechos se crean empleos” ya fue ensayado. En los años noventa, con una batería de reformas laborales y flexibilización contractual, el desempleo no solo no cayó sino que alcanzó niveles récord. La historia reciente debería servir como advertencia: precarizar no garantiza trabajo, pero sí garantiza trabajadores más vulnerables.
Uno de los ejes más sensibles del debate es la intención de modificar el régimen de indemnizaciones y de ampliar figuras de contratación más flexibles. Desde el oficialismo se insiste en que el miedo a “litigar” desalienta la contratación. Cremonte desmontó ese argumento con datos: la litigiosidad laboral no crece por capricho, sino cuando hay despidos, incumplimientos y crisis económicas. En contextos de crecimiento, los juicios bajan. El problema no es el derecho laboral; el problema es la economía.
Además, hay una trampa conceptual que se repite: se habla del trabajo como un costo y no como un motor del desarrollo. Cuando el salario se reduce a una variable de ajuste, el impacto no es solo individual. Menos ingresos implican menos consumo, menos actividad y más recesión. Ajustar por el trabajo es una solución rápida para las planillas, pero un problema estructural para la economía real.
Desde Santa Fe, una provincia con fuerte entramado productivo e industrial, el debate adquiere una dimensión particular. Aquí el empleo privado depende en gran medida de pymes, cooperativas y economías regionales que no piden menos derechos, sino más crédito, estabilidad macroeconómica, menor carga impositiva y reglas claras. Difícilmente una reforma laboral resuelva lo que no resuelve la falta de demanda o el derrumbe del consumo.
La reforma también pone en tensión un principio básico: el carácter protector del derecho laboral. No es un capricho ni una herencia anacrónica. Es la respuesta jurídica a una relación desigual entre empleador y trabajador. Quitar esa protección en nombre de la eficiencia es desconocer esa asimetría y trasladar todo el riesgo al eslabón más débil.
Cremonte lo planteó con claridad en la radio: cuando se debilita el derecho del trabajo, no se fortalece la libertad, se fortalece el poder del más fuerte. Y eso no es modernización; es regresión. En nombre de la competitividad, se corre el riesgo de institucionalizar la precariedad.
Hay, además, un componente político que no puede soslayarse. El Gobierno impulsa estas reformas con escaso debate social y con un Congreso fragmentado, donde las urgencias económicas parecen justificar atajos institucionales. Pero las reformas laborales, por su impacto estructural, requieren consensos amplios y discusión profunda. No se trata solo de números; se trata de vidas, trayectorias y proyectos.
El desafío no es elegir entre derechos o empleo, como si fueran opciones excluyentes. El verdadero desafío es construir un modelo que genere trabajo con derechos, productividad con inclusión y crecimiento con estabilidad. Eso exige políticas industriales, educativas y crediticias, no solo cambios en la letra de la ley laboral.
La reforma laboral, tal como se plantea hoy, parece más una señal hacia los mercados que una respuesta a los trabajadores. Un mensaje de orden y previsibilidad que, una vez más, se apoya en la idea de que el sacrificio debe venir desde abajo. Pero la historia argentina demuestra que cuando el ajuste entra por la puerta del trabajo, la conflictividad social no tarda en volver por la ventana.
El debate está abierto. La pregunta es si esta vez se va a escuchar a quienes advierten que sin trabajo digno no hay desarrollo posible, o si, una vez más, se va a confundir flexibilidad con progreso y ajuste con solución.






















