Mis queridos lectores de LT9, ¿cómo andan?
Cuando me ofrecieron este espacio para compartir reflexiones y conocimientos sobre el mundo agropecuario, lo viví como una oportunidad única. Quería acercar herramientas útiles para mejorar las decisiones productivas, hablar de suelos, de buenas prácticas, de tecnologías y de todo aquello que sume a una agricultura más eficiente, más cuidada, más sostenible.
Como ingeniera agrónoma, tengo el privilegio de estar rodeada de colegas apasionados, estudiosos, comprometidos con una producción que no sólo busca rendimientos, sino también responsabilidad ambiental y social. Sin embargo, esta semana decidí cambiar el rumbo de lo que tenía preparado.
Hoy no quiero hablar de técnicas ni de fertilización, ni de rotaciones. Hoy quiero hablar de una realidad que duele. De un sujeto fundamental de nuestra economía y nuestra cultura, que cada vez está más golpeado, más solo, más vulnerable. Hoy quiero hablar del productor agropecuario, que lejos de la imagen del “estanciero rico”, es en muchos casos una especie en extinción.
Un proceso que comenzó hace tiempo
Pongamos en perspectiva. Mayo de 2021 fue, para muchos productores del centro-norte de Santa Fe, la última campaña “normal”. Luego vino la seguidilla que nadie imaginaba: cuatro años consecutivos bajo el fenómeno de “La Niña”, con lluvias escasas, altas temperaturas, y sequías generalizadas que marcaron a fuego las campañas agrícolas. A eso se sumó el golpe devastador de la chicharrita del maíz en 2023/24, que arrasó cultivos y dejó pérdidas millonarias.
Las campañas se suceden, pero el margen de recuperación se achica. Las pérdidas se acumulan. Las cuentas se ajustan. Y llega un punto en que ya no hay espalda que aguante.
¿De qué productor hablamos?
No me refiero a los grandes grupos de siembra ni al fondo de inversión rural. Hablo del productor de entre 500 y 1500 hectáreas, en su mayoría alquiladas, que siembra en campos de su zona, que contrata servicios agropecuarios a contratistas locales, que compra en las agropecuarias del pueblo y que genera movimiento económico en su comunidad.
Es el que financia su campaña comprando insumos con pago a cosecha, el que se juega en cada ciclo productivo sin certezas, el que vive pendiente del clima, que monitorea sus lotes cada semana, que espera cada milímetro de lluvia como una bendición. Y cuando llega la cosecha, cruza los dedos para que los rindes al menos cubran el alquiler. Porque si no lo hacen, hay una cadena entera que se rompe.
En este modelo, si los costos fijos son insumos, alquiler, labores, transporte… hay uno que no cobra: el proveedor, la agropecuaria, el contratista. Porque hay algo que todavía sigue vigente en el campo, y es la palabra. Esa confianza tácita entre quien produce y quien provee.
En 2025, se combinaron todos los factores: precios bajos, presión fiscal récord, clima adverso, y la plaga más destructiva de las últimas décadas.
¿Cómo se sostiene esto?
La mayoría de los productores alejados de los grandes puertos trabajan con una lógica financiera casi artesanal. Compran con pago a cosecha, siembran, monitorean, cuidan el cultivo y esperan. Si el rinde no acompaña, la deuda pasa a la próxima campaña, y así se sobrevive. Pero en los últimos años eso dejó de ser viable.
El productor empieza a vender maquinaria, o incluso pedazos del campo que logró comprar con décadas de esfuerzo. Algunos abandonan campos que alquilaron durante 20 o 30 años. Hay angustia, incertidumbre y, sobre todo, desesperanza.
Porque, ¿de qué vive un productor jubilado? ¿Qué respaldo tiene alguien que no cotiza en bolsa ni tiene acciones, sino una vida entera dedicada a la producción de alimentos?
¿Y el Estado?
Siempre se dijo que el campo era la gallina de los huevos de oro. Pues bien, esa gallina necesita un respiro. Porque el agua le llegó al cuello.
Si mañana se eliminan las retenciones (que ojalá), puede que para muchos ya sea tarde. Porque las decisiones críticas —como vender una cosechadora o desprenderse de una hectárea heredada— ya se tomaron.
Lo más grave es que no estamos hablando de “malos negocios” o “errores de gestión”. Estamos hablando de una combinación inédita de factores externos que golpearon de lleno a quienes menos espalda tienen.
Y si hay un Estado que aplica la “motosierra” con tanto énfasis, que por lo menos la dirija hacia donde más duele: la presión impositiva que asfixia a los que trabajan la tierra.
Cifras que duelen
Según un reciente informe de la Fundación Agropecuaria para el Desarrollo de Argentina (FADA), la presión tributaria puede superar el 60% de la renta agrícola en campos de alta productividad. Y en zonas más marginales, ese porcentaje puede trepar incluso por encima del 80%.
Estamos hablando de una carga impositiva que vuelve directamente inviable producir.
Para ponerlo en perspectiva:
En Brasil, la presión tributaria sobre el agro es notablemente menor, y existen programas de crédito subsidiado y estimulación fiscal para pequeños y medianos productores.
En Estados Unidos, los productores reciben ayuda directa en caso de catástrofe climática, además de tener acceso a seguros agrícolas que les permiten estabilizar su ingreso ante variaciones de rinde o precio.
En Argentina, en cambio, el productor es visto como fuente de recursos. No como sujeto productivo a proteger, sino como caja recaudatoria en tiempos de necesidad fiscal crónica.
¿Y ahora qué?
Contra el clima, poco podemos hacer en el corto plazo. Pero sí podemos —y debemos— generar instrumentos de política pública que cuiden al eslabón más débil de la cadena.
Hoy se necesita:
Financiamiento con tasas razonables y plazos acordes a la rotación agrícola.
Seguro multirriesgo accesible y obligatorio.
Moratorias impositivas para zonas de desastre agropecuario.
Simplificación fiscal para pequeños y medianos productores.
Un tipo de cambio competitivo y previsible.
Eliminación progresiva de retenciones, empezando por las zonas más castigadas.
Todo esto debe ir acompañado de una revalorización del rol social del productor, no solo como generador de divisas, sino como sostén económico, cultural y demográfico del interior del país.
Una actividad que merece ser cuidada
No hay pueblo del interior que no tenga su ritmo marcado por el campo. Cuando hay buena cosecha, se nota. Hay movimiento, consumo, inversión. Cuando no la hay, el comercio se frena, las cuentas se atrasan, el ánimo cae.
El productor no se muda, no terceriza, no invierte en criptomonedas. Invierte en la tierra, en su gente, en su comunidad. Y eso merece respeto, acompañamiento y políticas públicas que entiendan esa lógica.
Porque si el campo se apaga, se apagan muchas otras cosas con él.
Hoy no hablamos de suelos. Hablamos de futuro.
Este sábado no escribo sobre rotaciones, ni sobre eficiencia de fertilización, ni sobre cobertura vegetal. Hoy escribo con el corazón en la mano, desde la preocupación y desde el compromiso.
Porque no podemos hablar de prácticas sustentables si no hay quien las practique. No podemos pensar en agricultura regenerativa si cada vez son menos los que pueden sembrar. No podemos hablar de innovación si el productor ya no puede pagar ni el alquiler.
Este es el momento de decir las cosas como son. De dejar los discursos vacíos de lado y mirar al productor a los ojos. De acompañarlo no solo con palabras, sino con hechos concretos.
Porque si seguimos así, no va a haber chacareros que expliquen sus historias. No va a haber productores jóvenes que quieran seguir la tradición familiar. Y no va a haber pueblos que crezcan de la mano del agro.
Entonces sí, estimado lector, estaremos perdiendo mucho más que una campaña. Estaremos perdiendo una forma de vida.
