Queridos lectores de LT9, ¿cómo están? Espero que muy bien. La columna de este sábado se mete de lleno en un tema tan candente como confuso en estos días. A mí, sinceramente, me genera esa sensación de no saber dónde está la verdad, de querer despejar un poco el humo que se genera en redes y medios. Recuerdo que una de mis hermanas, que es socióloga, cuando yo recién empezaba a leer el diario en papel —sí, soy de esa época—, me dijo una frase que nunca olvidé: “Es muy importante leer la misma nota escrita por distintos autores para entender qué dice uno, qué dice otro y desde qué mirada lo escriben. Volvete crítica de tu lectura y no te quedes con una sola versión”. Y creo que pocas veces sentí tan vigente ese consejo como ahora.
Por eso, este tema del impuesto a las vacas por sus emisiones me llevó a buscar claridad real, sin bandos, sin ideologías, sin descalificar al que opina distinto. Solo conocimiento científico. Para eso me contacté con el Ing. Agr. Ernesto Messina, Coordinador de la Mesa de Ambiente de CARSFE e integrante de la Comisión de Ambiente de CRA, con quien pude conversar largo y tendido.

Una de mis primeras inquietudes fue preguntarle por qué resulta tan difícil saber qué es verdad y qué es mentira. Ernesto, casi sin dudarlo, me respondió que es muy complejo distinguir cuando datos científicos y cuestiones ambientales quedan atrapados en debates ideológicos y enfrentamientos políticos. “Lo más importante —me dijo— es hablar con conocimiento de todos los factores que forman parte de la temática”.

Entramos entonces en el tema del metano, uno de los protagonistas de esta discusión. Todos los seres vivos emitimos metano, pero es cierto que se trata de un gas de impacto relevante. Representa alrededor del 16% de las emisiones globales, el 60% proviene de actividades humanas, permanece en la atmósfera unos 12 años y, medido en equivalentes de calentamiento, calienta 98 veces más que el CO₂ en un periodo de 20 años. Como sucede con los demás gases de efecto invernadero, todo termina expresado en equivalente CO₂ para poder comparar, lo cual a veces genera confusión cuando en los gráficos solo figura “CO₂”, aunque se esté hablando de varios gases distintos.
Ernesto también remarcó algo fundamental: no es lo mismo analizar una actividad productiva que una cadena productiva completa. La actividad agropecuaria tiene un ciclo: emite GEI, pero también los captura, algo así como el ciclo del agua que aprendimos de chicos. Las plantas capturan CO₂ y los suelos pueden almacenarlo. Pero cuando uno analiza la cadena —por ejemplo, una leche que sale del tambo, va a la industria, se transforma en otros productos y luego es transportada al punto de venta— ese ciclo ya no existe, porque la industria no captura CO₂ como sí lo hace una planta viva. Esto, dice Ernesto, es clave para entender lo que realmente se está midiendo cuando se habla de huella de carbono.
En medio de la conversación apareció otro de mis duendes internos: esa idea de que “lo del hemisferio norte siempre es mejor”, de que si Europa hace algo es porque sabe más, porque está más adelantada, porque es primer mundo. Entonces le pregunté qué pasa allá, donde incluso han cerrado tambos y granjas. Ernesto sonrió y me dijo: “Cata, Latinoamérica no es Europa. Y dentro de Europa, cada país tiene historias y problemáticas distintas”. Me explicó que la necesidad de producir alimentos a gran escala después de la Segunda Guerra Mundial llevó a muchos países europeos a modelos muy dependientes del uso intensivo de insumos y riego, generando una huella ambiental enorme. “Hoy están pagando esas consecuencias”, me dijo. Y agregó algo que me quedó resonando: “Argentina no tiene ese modelo. Acá, el 70% de las producciones ganaderas son pymes con 200 a 250 animales. No somos la ‘oligarquía criolla’ que algunos quieren instalar. Nuestro sistema es mucho más natural y depende muchísimo del cuidado del suelo”.
En este punto trajo un ejemplo contundente: Francia consume tres veces más fertilizante que Argentina y aun así el agro francés es subsidiado, al punto de que la sociedad ya cuestiona esos números que no cierran. Mientras tanto, el agro argentino no recibe subsidios; al contrario, es el sector que sostiene a otras actividades. Para Ernesto, nuestra gran oportunidad como país está justamente en haber visto “la película completa” de ese modelo europeo y saber cómo terminó. Desde el hemisferio sur podemos producir alimentos cuidando los recursos y evitando caer en decisiones que ya demostraron ser dañinas. Suelo sano, baja dependencia de insumos externos, bienestar animal, uso responsable del agua: esos son los pilares que nos corresponden fortalecer.

También hablamos sobre la importancia de legislar con conocimiento real. Ernesto fue clarísimo: no se puede tratar igual a un productor de Mendoza, a uno de la zona núcleo o a uno de San Justo. Las realidades son completamente diferentes. Generalizar conduce a injusticias. Y también reconoció algo esencial: los productores hemos cometido errores, como el uso de tierras no aptas para agricultura, y es el propio sector el que tiene que corregirlos y asegurarse de que no vuelvan a ocurrir. “La consecuencia natural de un buen manejo del suelo es la rentabilidad”, me dijo. “Lo que no es rentable, generalmente, no es sustentable”.
Hacia el final, le mencioné un mapa de la NASA donde Argentina aparece en verde respecto a sus emisiones netas de gases de efecto invernadero. Ernesto confirmó que el dato es certero: la mayor parte de las emisiones mundiales se originan en la industrialización, no en las vacas. Y trajo un ejemplo reciente: en 2018, el Ministro de Medio Ambiente propuso eliminar 10 millones de cabezas de ganado para reducir emisiones. La realidad es que Argentina, por otros motivos, perdió 12 millones de cabezas en los últimos años, y sin embargo los problemas ambientales no disminuyeron. “El problema no son las vacas”, me dijo. “Debemos aprender a distinguir entre lo ambiental y el ambientalismo. Todos los ‘ismos’ hacen mal”.
Para cerrar, le pregunté si veía factible medir todas las actividades humanas en términos de emisiones. Me respondió que no solo es posible, sino fundamental, pero aclaró algo que para mí es la clave de todo este debate: no se trata de castigar con impuestos, sino de premiar a quienes producen generando servicios ecosistémicos reales, quienes cuidan el agua, mejoran el suelo, manejan bien su hacienda y contribuyen a mitigar el cambio climático. “Medir cuánto se emite y cuánto se captura”, dijo. “Ese es el camino. Y los productores lo saben, porque buscan rentabilidad, y hoy no hay rentabilidad sin ambiente”.
Queridos lectores, espero que esta columna les haya resultado interesante y útil. Mi intención fue acercar una mirada basada en evidencia, sin ideologías ni extremos, buscando la mayor neutralidad posible. Gracias por acompañarme en esta búsqueda de claridad. Nos encontramos el próximo sábado.






















