En el extremo norte de Finlandia, donde el invierno se impone durante meses y el sol apenas roza el horizonte, existe un lugar donde la Navidad no termina nunca. Allí, en la ciudad de Rovaniemi —sobre el Círculo Polar Ártico— funciona el Santa’s Igloo Arctic Circle, el hotel oficial de Papá Noel, un complejo de 71 iglús con techo de cristal desde los que se pueden observar las auroras boreales.
Pasar una noche en ese paisaje de postal tiene un costo elevado: alojarse en uno de esos iglús cuesta desde 850 euros por noche en temporada baja y puede trepar hasta los 1.500 euros durante las fiestas navideñas. Aun así, la demanda no afloja. Por el contrario, las reservas se completan con años de anticipación.
“Ya estamos respondiendo consultas para diciembre de 2027”, cuenta Milagros Pennella, una argentina de 32 años, oriunda de Azul, que trabaja como recepcionista en el hotel. Desde el mostrador de ingreso, donde confluyen turistas de todo el mundo, es testigo diaria de la fascinación que despierta este rincón helado convertido en destino soñado.
Los iglús, de apenas 19 metros cuadrados, ofrecen lo justo y necesario: una cama, baño privado y grandes ventanales hacia el cielo ártico. No hay lujos ni ostentación. El atractivo no está en el confort sino en la experiencia: dormir bajo la nieve, rodeado de silencio, con la posibilidad —si el clima acompaña— de ver danzar luces verdes y violetas sobre el techo de cristal.
El público es mayoritariamente internacional. Llegan visitantes de Asia, de distintos puntos de Europa y, cada vez más, de Brasil. La mejora en la conectividad aérea con Finlandia potenció un turismo dispuesto a pagar precios elevados por una vivencia única, incluso sabiendo que el clima puede frustrar expectativas: las auroras no están garantizadas y el frío extremo forma parte del paquete.
El hotel se encuentra a pocas cuadras de Santa Claus Village, el único parque temático navideño del mundo. Sin embargo, lejos de una estética recargada o espectáculos grandilocuentes, la impronta nórdica impone sobriedad. “Muchos esperan un despliegue tipo Nueva York y se sorprenden por lo austero”, explica Milagros. La Navidad aquí se vive sin estridencias, con rituales simples y un ritmo pausado.
La vida cotidiana tampoco se parece a la postal turística. Milagros trabaja jornadas completas, rota turnos y comparte tareas con un equipo reducido, en un entorno donde las temperaturas pueden descender hasta los 20 grados bajo cero. El contrato es temporal, pero el empleo resulta atractivo: los salarios en hotelería oscilan entre los 2.000 y 2.500 euros mensuales, con adicionales por fines de semana, y el alojamiento para empleados está incluido.
A más de 13 mil kilómetros de su familia, la argentina encontró contención en otros trabajadores extranjeros —varios de ellos también argentinos— y aprendió a adaptarse a un modo de vida austero: pocas salidas, reuniones puertas adentro, mates compartidos y largas charlas para sobrellevar el aislamiento y la noche polar.
Desde Azul al Polo Norte, la historia de Milagros combina trabajo, migración y búsqueda personal. Mientras responde correos de huéspedes que planean su Navidad dentro de dos años, ella proyecta el futuro con los pies en la nieve. “No hay lujos, pero hay algo valioso: la posibilidad de elegir, ahorrar y seguir viajando”, resume. En el lugar donde la Navidad nunca se apaga, la experiencia —como el precio— está lejos de ser simbólica.
