La propuesta de pacificación palestino – israelí conocida como “la solución de los dos Estados” está en el aire desde antes de la creación de la Organización de las Naciones Unidas, lanzada en 1945.
Pero tras la carta fundacional de la ONU, otro antecedente remoto de intento de solución pacífica de diferendos complejos, fue la Conferencia llevada a cabo en Indonesia en 1955. Si bien aquella instancia no estuvo motivada por la cuestión palestina, sus conclusiones perduran para el abordaje de las crisis de la actualidad y son mencionadas como los “principios de Bandung”.
En el décimo punto del documento, se planteó la necesidad de “respeto a la justicia y de las obligaciones internacionales” por parte de todas las naciones.
En Medio Oriente, en todo el recorrido cronológico del conflicto, la recurrente falta de cumplimiento de aquel principio constituye uno de los factores que impidieron llegar a un mínimo de entendimiento.
Durante la última década del siglo XX, los Acuerdos de Oslo suscriptos entre Israel y la Organización para la Liberación de Palestina parecieron significar un avance concreto sobre la vía diplomática para procurar la coexistencia de dos Estados en la región.
Sin embargo, con el paso del tiempo, sus efectos no fueron más allá del reconocimiento con el Nobel de la Paz del año 1994 a Yasser Arafat, Isaac Rabin y Shimon Peres, tras lo cual la hoja de ruta volvió a interrumpirse.
Luego sobrevinieron muchos años en los que se mezclaron el congelamiento de las tratativas, las acciones terroristas de Hamas y los excesos del ejército israelí denunciados por la ONU.
Esta semana se conoció el reconocimiento a Palestina por parte de 11 países, sumando ya un total de 148 de los 193 que integran la ONU. Entre los nuevos reconocimientos, se destacaron los del Reino Unido, Francia y Portugal.
También merece mencionarse especialmente la posición belga, que en simultáneo con el reconocimiento, exigió el fin de la participación de Hamas en la causa palestina.
Toda la situación reaviva el debate sobre uno de los conflictos más dramáticos de la actualidad, en el que la posición palestina reclama constituirse en un Estado miembro de Naciones Unidas, para poder reclamar con mayor fuerza la posesión de su territorio.
Como se sabe, esta pretensión es rechazada de plano por Israel y por Estados Unidos, país este último con derecho a veto en el consejo de seguridad.
Históricamente, todos los pueblos han ligado su identidad a su territorio, de modo que es imposible esperar que el reclamo palestino decline en ese aspecto.
Hoy la causa palestina sigue lejos de alcanzar ese objetivo, pero los reconocimientos no pueden de ningún modo minimizarse, puesto que el sistema internacional moderno es concebido a partir de una sociedad de Estados.
Por otra parte, cabe admitir el tipo de desafío que afronta el rol del Estado frente a realidades como las del terrorismo internacional, el narcotráfico o los ejércitos privados, pero también es cierto, que aún no se vislumbra ninguna estructura o idea superadora que lo reemplace como actor en un mundo siempre sujeto al juego de la alternancia de la guerra y la paz.
El logro palestino con la suma de reconocimientos es trascendente, pero desde la cuestión de fondo, constituye un objetivo parcialmente cumplido. Los próximos meses serán clave para dilucidar si los países que otorgaron el respaldo, extienden su estrategia con eventuales sanciones económicas hacia Israel.
Del lado israelí, se ha enfatizado el discurso según el cual el apoyo internacional a la posición palestina incurre en una especie de amnistía al terrorismo. Y a partir de ese mismo argumento, se justifican los excesos que han llevado a la ONU a denunciar muertes por ataques a civiles y por hambruna y graves impedimentos a la ayuda humanitaria destinada a la población gazatí.
En el medio aparecen el institucionalismo y una Organización de las Naciones Unidas que arribó a un aniversario (el octogésimo), pero no a una celebración. Y entonces, frente al incesante drama de la Franja de Gaza, como ante la tragedia de las víctimas del accionar terrorista, surge con reiteración un dilema que escapa al organismo y que concierne a toda la sociedad internacional: ¿para qué están el Derecho Internacional Público, las instituciones y la diplomacia?
Ayer, con su discurso, la presidenta de la Asamblea General celebrada en Nueva York, Annalena Baerbock, pareció enfocarse en responder a esos profundos interrogantes, diciendo que “no es la Carta (de la ONU) la que falla. La Carta sólo es tan fuerte como la voluntad de los Estados Miembros de defenderla. Imaginen lo mucho peor que sería sin las Naciones Unidas”.
En definitiva, frente a los reconocimientos del Estado palestino y a la postura intransigente de Israel y Estados Unidos hacia la llamada solución de los dos Estados, a la sociedad internacional se le presenta por delante un horizonte de arduo y quirúrgico trabajo diplomático, que no puede apoyarse en ninguna otra base que no sea la del paciente institucionalismo con el cual se han superado otras crisis en la historia moderna.
Lo opuesto, sería caer en la resignación a ver prolongarse sin más, este ciclo de violencia, muerte y dolor.