El artículo 30 del proyecto de Presupuesto Nacional 2026 propone la derogación de pilares legales que garantizan la inversión mínima en educación, ciencia y tecnología. El impacto no es solo contable: es estructural.
Por estos días, el debate por el Presupuesto 2026 quedó atravesado por un artículo que pasó de ser una nota al pie a transformarse en una señal política de alto voltaje: el polémico artículo 30. Allí el Gobierno propone derogar artículos centrales de las leyes que fijan el piso de inversión educativa, el financiamiento de la ciencia y tecnología, y los fondos para la educación técnico profesional. La discusión no es meramente jurídica. Lo que está en juego es el futuro del país.
La decisión de eliminar el artículo 9º de la Ley de Educación Nacional —que establece que la inversión en educación consolidada no puede ser inferior al 6% del PBI— representa un quiebre con uno de los consensos más estables de las últimas dos décadas. Ese piso no nació de un capricho: fue una conquista de gobernadores, legisladores, sindicatos docentes y especialistas que entendieron que, en un país con desigualdades profundas, garantizar recursos mínimos es condición necesaria para sostener la escolaridad, mejorar la infraestructura, fortalecer la formación docente y expandir la jornada extendida. Pero además, ese 6% fue durante muchos años un horizonte que, aunque pocas veces alcanzado plenamente, funcionó como brújula para orientar prioridades. Sin esa referencia, la discusión presupuestaria de cada año queda librada por completo al humor fiscal del momento.
El argumento fiscalista aparece rápido: el Gobierno sostiene que ningún sector puede tener partidas “inamovibles” y que el Estado debe ser flexible para reasignar recursos según urgencias coyunturales. Sin embargo, la experiencia muestra que los sectores sin resguardos normativos suelen ser los primeros ajustados en tiempos de crisis. Quitar el piso del 6% implica abrir una puerta que difícilmente pueda cerrarse después. Si la inversión educativa cae, no se recupera en un año: el deterioro se acumula, se traduce en menos horas de clase, edificios en peor estado, docentes con menor capacitación y brechas que tardan generaciones en recomponerse.
Para dimensionar el impacto, basta observar la tendencia de los últimos años: entre 2016 y 2023, la participación de la educación en el presupuesto nacional se fue achicando progresivamente. En términos reales, muchas provincias ya están sosteniendo el sistema con enorme dificultad.
El artículo 30 también propone eliminar aspectos centrales de la Ley de Financiamiento del Sistema de Ciencia, Tecnología e Innovación, que establecen una curva de aumento progresivo para llevar la inversión al 1% del PBI. Esa ley, sancionada en 2021 con un amplio acuerdo político, buscó revertir años de caídas presupuestarias en un campo que es clave para desarrollar valor agregado, generar empleo calificado y sostener soberanía tecnológica. Argentina tiene capacidades científicas reconocidas internacionalmente —en biotecnología, agricultura, física, informática— que se sostienen por la combinación de talento, inversión pública y una red institucional que cuesta décadas construir.
Sin un esquema de financiamiento previsible, los organismos del sistema científico —CONICET, INTI, INTA, Universidades— quedan expuestos a ciclos de expansión y retraimiento que expulsan investigadores, interrumpen proyectos estratégicos y desalientan la innovación en el sector privado. La ciencia no puede funcionar como una obra pública que se arranca y se frena según el clima político. Necesita continuidad. Quitar la garantía legal es retroceder a épocas en las que el financiamiento dependía de voluntades individuales.
Pero quizás el punto menos discutido —y no por eso menos relevante— es la derogación del artículo 52 de la Ley de Educación Técnico Profesional. Ese artículo creó y blindó el Fondo Nacional para la Educación Técnico Profesional, una herramienta que permitió equipar escuelas industriales, ampliar la formación en oficios, conectar el sistema educativo con las demandas del sector productivo y reducir una brecha histórica: la distancia entre lo que enseña la escuela y lo que necesita el mercado laboral. En un país donde miles de empresas reclaman trabajadores calificados en metalmecánica, programación, electricidad, soldadura o robótica, desfinanciar la ETP es, literalmente, desarmar la línea de montaje del desarrollo.
Los directores de escuelas técnicas de todo el país repiten algo que ya es diagnóstico común: sin ese fondo no hay actualización tecnológica posible. Una CNC, un torno, un kit de robótica o una línea de automatización no se compran con recursos ordinarios. Tampoco la capacitación docente específica. Por eso el artículo 52 fue pensado como una garantía, no como un privilegio. Derogarlo deja a la modalidad más vinculada a la producción y al empleo sin un financiamiento asegurado.
El Gobierno insiste en que la eliminación de estos artículos no implica dejar de invertir en educación ni en ciencia. Afirma que sólo se busca “ordenar” las cuentas. Pero en política pública, igual que en economía, las señales importan tanto como los números.
La pregunta no es solo cuánto se va a invertir, sino qué reglas rigen ese compromiso. ¿Dependerá la educación de negociaciones anuales? ¿Volverá la ciencia a pelear por un presupuesto de supervivencia? ¿Quedará la educación técnica supeditada a la voluntad de un funcionario de turno?
La discusión sobre el artículo 30 del Presupuesto 2026 no debería reducirse al esquema de ingresos y gastos. Debe leerse como parte de un proyecto de país. En sociedades que lograron desarrollarse, los consensos sobre educación, ciencia y tecnología están por encima de los ciclos políticos. Son marcos que no se tocan. Acá, en cambio, el presupuesto se está utilizando como vehículo para desarmar esos acuerdos.
No se trata de negar la crisis fiscal ni de desconocer que el Estado necesita mejorar la eficiencia del gasto. La discusión es otra: qué inversiones son estratégicas y cuáles son prescindibles. Y si hay algo que Argentina ha aprendido —a fuerza de retrocesos, éxodos científicos, escuelas deterioradas y sectores productivos que no logran dar el salto tecnológico— es que ajustar en educación y ciencia siempre sale más caro.






















