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Opinión

Vivir y morir en el oeste

— Claudio Cherep

MARTES 20 DE NOVIEMBRE DE 2018

No es ninguna novedad. Es una siesta de noviembre y hace calor en Santa Fe. Por Mendoza, hacia el oeste, un bache gigante sobre las vías algo elevadas abre las puertas de Santa Rosa de Lima. Hay asfalto pero la tierra de las calles laterales se levanta fantasmal y cae sobre la acera. Por el corazón herido del barrio, hacia la izquierda, camino de la plaza Arenales dice el cartel que transitamos por Padre Quiroga. El recuerdo del cura salesiano bautiza sitios. La memoria también se detiene al cruzar Luis y Nilda Silva, el pasaje que homenajea a los jóvenes militantes desaparecidos. 

Pronto empezarán a croar las ranas que se quedaron a vivir de los tiempos en que alguna cuadra más allá del cruce con Salta todo era bañados. Las columnas del alumbrado público parecen más elevadas por el contraste con las edificaciones que son bajas. Por los cables se mece una invasión de claveles del aire y en la puerta de la casa de Maruca, bajo la sombra tenue de un fresno maduro que no se animó a crecer lo suficiente, sentados en sillas plásticas de colores o parados sobre una vereda irregular, un grupo nutrido comenta por lo bajo y masculla bronca y resignación. 

Todos podemos oír ese cuchicheo tímido e impotente menos Beatriz Ramos, Maruca, que está siendo velada en la primera habitación, la que mira hacia afuera, a unos metros de donde ayer la ejecutaron de siete balazos arteros disparados desde una mano firme y joven. Las paredes verde agua, ajadas, son apoyo de un cielo raso bajo de cuadrículas que alguna vez fueron blancas. Todavía no han llegado las flores para la difunta a la que custodian un par de candelabros plateados. Desde la cocina sirven un pan con chicharrón aún humeante que no logra disipar tanta angustia. De a ratos, los pibes pasan en motos con los caños de escape averiados y tapan el silencio con un ruido atronador. Los que han venido a saludar a los familiares de Maruca otean con desconfianza un panorama de culebrón colombiano. Solo que es en Santa Fe, a 15 cuadras de donde un par de días antes, el intendente de Cambiemos José Corral inauguró obras en la Peatonal San Martín, profundizando la idea de que existen dos ciudades. 

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Santa Rosa de Lima fue y es un barrio de laburantes. Como lo era Maruca o como lo fue su marido, que le puso el lomo a uno de los tantos intentos de cooperativas en la década del ’70. La barriada creció con el Siglo XX en las tierras bajas que habían sido un volcadero de basura. Seguramente que nadie aquí guardaba dinero sucio en Bolsafe Valores ni tiene negociados en el puerto. Desde el puente Negro hasta la escuela Zazpe y desde el terraplén Irigoyen hasta la Circunvalación Oeste la vida es más dura. Los vecinos no invirtieron en cocheras corralistas del Parque Alberdi ni participaron en ningún fideicomiso para quedarse con departamentos en las torres del centro. No tienen apellidos patricios. Han tenido que vivir al día. Sin embargo, la Santa Fe pensada y escrita por los amanuenses del poder la ha estigmatizado. 

Para que los negocios les funcionen a los dueños de la ciudad tienen que escupir la sobra a los costados. Los vecinos del oeste son la sobra para el poder real. Ahora El Narco –unas pocas familias, un porcentaje ínfimo del pueblo trabajador- se ha apropiado de los días, las noches y los sueños de los treinta mil pobladores de la patria chica de La Otilia. Beatriz es una víctima más del Narco. Quienes apretaron el gatillo, sin saberlo, también lo son.  El Narco es hijo de las omisiones del estado y de las mentiras del gobierno. Claro que es un problema complejo. Desde luego que no se arregla con treinta líneas escritas por un cronista enojado. Pero los vecinos saben quiénes trafican, ven cómo los policías van a cobrar el canon a los kioscos de droga, conocen perfectamente donde se consiguen armas; de modo que no puede ser que el gobierno no lo sepa. “Homicidio 79” titulan los diarios. La vida, la muerte, en los barrios de Santa Fe, constituyen un número. Mientras la policía se le autogobierna y los narcos florecen, el ministro de seguridad Maximiliano Pullaro, culpador serial de alguien que nunca es él, sueña con ser gobernador. Será porque en medio de tanta tragedia, de algo hay que reírse. 

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Maruca vio nacer a la mayoría de los pibes del barrio. Quizás a sus mismos matadores. Pero nadie dice haber visto nacer a Maruca. Ella tampoco lo sabía muy bien. Era hija de cosecheros. Pudo nacer en el norte o cerca de Pergamino. Lo mismo da. Fue mucha madre de una decena de hijos, crió muchos sobrinos, cuidó tantos nietos. Aprendió a hablar el español ya adolescente pero ya de niña supo vivir como adulta. Comprendió la militancia social y la abrazó. Quiso un mundo mejor en donde las Marucas no mueren a balazos del narco y los chiquilines por los que las Marucas militan tuercen la puta suerte que acecha en las esquinas de los lugares como Santa Rosa de Lima. 

Al atardecer de su último atardecer está sentada en la puerta. Hay criaturas por ahí. Entre ellas, una de sus nietas, que se mete adentro de la casa. A lo lejos mira su historia y a veces recuerda que todo lo tuvo que hacer ella: hasta ponerse un nombre, porque no tenía documentos. Dijo que se llamaría Beatriz. Quizás ese nombre es una de las pocas cosas que a sus sesenta la vida le permitió elegir. Saluda a algunos vecinos. Conversa. Entra a la casa para calentar el agua del mate amigo. Las chicharras anuncian que el día siguiente hará mucho calor. Pero no se atreven a decir que para Maruca no habrá un día siguiente. 

Una moto frena frente a la casa de Padre Quiroga. Alguien conduce, alguien jala el gatillo. Una y otra vez hasta contar siete disparos. Ese todo es unos pocos segundos. Cuando Norma, una de sus hijas, llega al lugar, Marucaestá tendida en el piso, moribunda sobre un charco de su propia sangre, aunque algo consciente. La moto se esfumó como la vida de Maruca. Pronto a Norma se le pasarán como un rayo los años de la infancia, los recuerdos, la vida misma, acompañando a esa mujer agonizante en una ambulancia, camino del hospital. Se mirarán. Se dirán las últimas cosas. Solo quedará clamar justicia. Una quimera.

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Norma forma parte del Movimiento de Unidad Popular y del Movimiento de Organizaciones Barriales. En las últimas elecciones fue candidata a diputada en la lista de Unidad Ciudadana que encabezó Agustín Rossi. Cuando sus compañeros llegan a abrazarla fuerte llora desconsolada. Está vestida toda de negro. Cuando se serena, mira desde sus ojos marrones profundos y siente la necesidad de recordar. Es una referente territorial y el dolor no le quita compostura. En su muro de Facebook escribió:

Poner el cuerpo.
Una mujer sola.
7 tiros.
Los narcos. Se adueñan de todo.
Jamás dije nada pero no me callo.
Quiero justicia.
Mi vieja y yo no estamos más que para organizar y ayudar.
Vieja no va a quedar impune.
No más narcos en los barrios.
Te amo vieja.

Maruca la van a velar hasta el día siguiente. Cuando el sol empieza a caer detrás del río Salado otra vez se escuchan tiros y los niños y los forasteros tienen que apurar la retirada. Mañana Maruca tendrá su cortejo que la va a acompañar a marcharse para siempre. En el fondo todos pensarán en irse. Los matadores de Maruca, los que no tienen nada que ver, los soldaditos del Narco, los que callan, los que podrán hacerlo y los que nunca podrán porque son parte de este destino no elegido que los envuelve en una ciudad que nos duele en los huesos. Todos se querrán ir menos una. Norma tiene la sangre guerrera de Maruca. Es el día del militante y no es casualidad. En las prolongaciones que son los hijos queremos creer que no nos han vencido. 



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