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Grooming: chicos expuestos, estado ausente

La política tiene que asumir que el grooming no es un tema “blando” ni “de nicho”, es parte del mapa integral de la seguridad contemporánea. Y, como tal, debe ocupar un lugar central en la agenda provincial y nacional-

Santa Fe vuelve a poner sobre la mesa un tema que incomoda, que no suele tener lugar en las agendas de seguridad tradicionales y que, sin embargo, atraviesa a miles de familias: el grooming. Esta semana, en LT9, la charla con Arístides Álvarez, presidente de la ONG “Si nos reímos, nos reímos todos”, dejó en evidencia algo más profundo que un diagnóstico: la ausencia de políticas de Estado sostenidas y eficaces para enfrentar un delito que ya no es excepcional, sino estructural.

Hay fenómenos que avanzan silenciosamente. No generan estadísticas policiales que ocupen las portadas y, muchas veces, ni siquiera llegan a los tribunales. El grooming —la manipulación y el acoso de adultos hacia menores a través de entornos digitales— encaja en esa categoría de delitos que se expanden en la sombra, amparados en la velocidad de la tecnología y en la lentitud del Estado para actualizar sus herramientas.

Para decirlo más directo: el grooming es cuando un adulto engaña a un chico o una chica a través de internet para ganarse su confianza y pedirle cosas íntimas, fotos, información personal o que haga algo que incomoda. Puede pasar en redes sociales, WhatsApp o videojuegos on line. Todo ocurre sin contacto físico, pero el daño es real. Estos adultos crean identidades falsas con perfiles en los que usan información básica, pero con datos que las infancias y adolescencias puedan identificar, por ejemplo, edades semejantes o imágenes de caricaturas que están de moda para poder engancharlos. Una vez que logran esa conexión, obtienen más información de los menores de edad, ya que se muestran amistosos, cercanos, empáticos. 

Esta semana, la entrevista en LT9 con Álvarez volvió a encender la alarma. Desde la ONG vienen advirtiendo que el grooming no es un hecho aislado ni un riesgo difuso: es un problema en crecimiento, que se manifiesta con más frecuencia y en edades cada vez más tempranas. No es una percepción: es un dato de campo, de trabajo directo con escuelas, familias y fuerzas de seguridad. Y, sobre todo, es la confirmación de que el Estado —en todos sus niveles— sigue llegando tarde.

El primer obstáculo es conceptual. Todavía cuesta instalar que el grooming es un delito y no un “descuido digital”. La naturalización del uso irrestricto de dispositivos en niños y adolescentes genera una falsa sensación de control: si están en casa, están seguros. Es una ilusión que la realidad se encarga de desmentir. Los agresores no necesitan un contacto físico; necesitan tiempo, persistencia y anonimato. Y eso abunda en el mundo digital.

El segundo desafío es institucional. Mientras otros delitos permiten respuestas más tradicionales —controles, patrullajes, mayor presencia estatal—, el grooming exige políticas más complejas: prevención, educación digital, equipos especializados, fiscalías tecnológicas bien financiadas, articulación rápida con plataformas internacionales, protocolos interinstitucionales y formación constante para docentes y padres. Nada de eso existe hoy en  la escala necesaria.

En Santa Fe hay esfuerzos aislados, algunos programas escolares, talleres ocasionales, iniciativas de ONG comprometidas y el trabajo de fiscales que conocen la temática. Pero una política de Estado implica continuidad, recursos, seguimiento y ampliación. Implica asumir que el grooming no es un problema marginal: es un riesgo masivo, transversal y cotidiano. Y que las respuestas no pueden depender de la buena voluntad de unos pocos.

La realidad tecnológica agrega una dificultad adicional: los entornos digitales cambian más rápido que las regulaciones. Plataformas con encriptación agresiva, aplicaciones de chat efímero, redes sociales nuevas cada año, videojuegos que funcionan como sistemas de mensajería paralelos. Mientras tanto, la capacidad estatal para auditar, regular o intervenir es mínima. En algunos casos, casi nula. La desproporción entre la sofisticación del delito y la fragilidad de la respuesta genera un terreno fértil para los agresores.

Pero la ausencia más grave es la preventiva. No hay una campaña sostenida, masiva, federal, que instale criterios básicos en la ciudadanía: qué es el grooming, cómo funciona, cuáles son las señales de alerta, qué hacer ante un caso. La mayoría de las familias no sabe dónde denunciar, cómo resguardar pruebas, qué conductas sospechar. Tampoco las escuelas cuentan con protocolos obligatorios ni con formación sistemática. En muchos establecimientos, el tema aparece una vez por año, cuando alguna ONG lo aborda en una charla. Y después, silencio.

El grooming, como todo delito que se apoya en el engaño, se combate con información. El Estado, sin embargo, sigue sin convertir esa información en política pública. La Ley 26.904, sancionada hace más de una década, tipificó el delito, pero eso no equivale a un sistema de contención. El marco penal está; lo que falta es la estructura que lo sostenga.

Otro aspecto subestimado es la revictimización. Las familias que denuncian suelen atravesar un laberinto burocrático: múltiples declaraciones, escasa especialización, demoras, falta de acompañamiento psicológico. Todo lo contrario de lo que se necesita para que un niño o un adolescente que sufrió acoso digital pueda atravesar el proceso sin daños adicionales. Una política de Estado también implica proteger a quienes ya fueron víctimas.

Lo que planteó Álvarez en la entrevista con LT9 es algo que debería interpelar a toda la dirigencia: la respuesta frente a este delito no puede quedar librada a las ONG. Las organizaciones cumplen un rol enorme, pero su función es acompañar, visibilizar, educar. No reemplazar al Estado. Cuando una ONG ocupa el lugar que el sistema público no cubre, el problema no es la ONG. Es el Estado.

Frente a este escenario, la política tiene que asumir que el grooming no es un tema “blando” ni “de nicho”. Es parte del mapa integral de la seguridad contemporánea. Y, como tal, debe ocupar un lugar central en la agenda provincial y nacional. No alcanza con talleres esporádicos ni con leyes que duermen en los escritorios. Se necesita un plan.

Un plan con metas, con presupuesto, con equipos interdisciplinarios permanentes, con campañas sostenidas, con monitoreo de resultados, con tecnología aplicada, con formación docente obligatoria, con articulación federal para intervenir rápidamente en casos donde intervienen plataformas fuera del país. Y con un mensaje político claro: el grooming existe, es grave y debe ser combatido con la misma prioridad que cualquier otro delito que ponga en riesgo la integridad de un menor.

La deuda es grande. La sociedad ya está expuesta. Las herramientas, si se organizan, existen. Lo que falta es decisión. Y como suele ocurrir en estos temas, la urgencia no espera el tiempo lento de la política.

El grooming avanza aun cuando el Estado no lo mira. Las familias, las escuelas y los chicos quedan solos frente a una amenaza silenciosa. Y es justamente ese silencio —el silencio institucional, el silencio de las agendas oficiales— el que termina siendo cómplice involuntario.

Es hora de romperlo. De convertir lo que hoy son alertas aisladas, como la que remarcó esta semana la ONG “Si nos reímos, nos reímos todos”, en una política pública seria, estable y sostenida. Porque la tecnología no va a desacelerar. Los agresores tampoco. El único que no puede seguir llegando tarde es el Estado.

Autor

  • Germán Dellamónica

    Periodista. Director periodístico de LT9. Conductor de Amanecer no es poco, de lunes a viernes de 06:00 a 09:00.

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