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Opinión

El laberinto de Nicaragua

— Pedro Brieger

VIERNES 25 DE JUNIO DE 2021

Las elecciones en noviembre y la detención de varios dirigentes opositores han colocado a Nicaragua nuevamente en la agenda internacional y pareciera que todo el mundo tuviera que opinar sobre lo que allí sucede, y manifestarse a favor o en contra del gobierno de Daniel Ortega.

Llama la atención el interés de los grandes medios de comunicación por Nicaragua mientras se ignoran las constantes violaciones a los derechos humanos en Colombia con su cuota de asesinatos diarios de dirigentes sociales opositores sin que se arme un gran revuelo ni un debate mundial al respecto.

Hasta la revolución sandinista de 1979 este pequeño país centroamericano era conocido por su buen café y la dictadura de la dinastía Somoza que se prolongó durante 40 años. También, gracias a la monumental obra de Gregorio Selser, se supo de la existencia de un pequeño hombre llamado Augusto Cesar Sandino que luchó contra la ocupación militar de los Estados Unidos, que invadió el país en varias oportunidades poniendo y sacando gobernantes a su antojo.

La revolución de julio 1979 liderada por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) surgió en plena “guerra fría” mientras varios países de América Latina estaban gobernados por sangrientas dictaduras.  Las campañas de alfabetización y de salud de la revolución -consideradas modelo a nivel mundial- vinieron acompañadas de poesía y música que brotaban en cada rincón, lo que inspiró un gran movimiento de solidaridad internacional para un pequeño y pobre país que estaba asediado por la primera potencia mundial.

Ronald Reagan asumió la presidencia en enero de 1981 y se puso entre ceja y ceja destruir la revolución sandinista a pesar de que en Nicaragua no se prohibieron ni los partidos políticos ni la prensa opositora, ni siquiera cuando apoyaban abiertamente la guerra impulsada desde la Casa Blanca. En 1985 se realizaron elecciones con la participación de múltiples partidos y Daniel Ortega fue electo presidente con el 67 por ciento de los votos.  Cinco años después, la opositora Violeta Chamorro aprovechó el desgaste de la guerra para derrotarlo. El sandinismo asumió la derrota y por primera vez en la historia una revolución triunfante entregó el poder que había conquistado por las armas y perdido en las urnas.

Las derrotas suelen provocar rupturas y divisiones, y Nicaragua no fue la excepción. Cada quién en el sandinismo tomó por su lado y Daniel Ortega quedó al mando del FSLN negociando con algunos de sus antiguos enemigos. La mística que había acompañado la revolución, que tenía figuras emblemáticas como el sacerdote Ernesto Cardenal y el músico Carlos Mejía Godoy, se había apagado. Ambos, así como importantes figuras del FSLN que habían combatido la dictadura de Somoza, serían perseguidos por el propio Ortega después de retornar a la presidencia en 2007.

Frente a la actual ofensiva diplomática de Washington contra el gobierno de Nicaragua cabe preguntarse porqué es tan importante para Estados Unidos que caiga Daniel Ortega. ¿Acaso alguien todavía puede pensar que es porque hay una dictadura? ¿Por ventura se puede creer que el secretario general de la OEA Luis Almagro.

realmente está preocupado por la democracia en Nicaragua mientras fue uno de los máximos responsables del golpe de Estado contra Evo Morales en 2019 y calla sobre la represión en Colombia? Aquí viene a cuento la famosa frase que se decía en los pasillos del congreso de los Estados Unidos sobre Anastasio Somoza, Leónidas Trujillo, y otros dictadores: “puede ser es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”. En esta frase se condensa la postura actual del gobierno de los Estados Unidos. Daniel Ortega no es SU “hijo de puta” como lo son y han sido varios dictadores y golpistas en la región, para no hablar de las monarquías árabes tratadas con guante de seda a pesar de que gobiernan sin que haya elecciones ni partidos opositores. Ni que hablar del multimillonario reino saudí, que se da el lujo de cortar en pedacitos a un periodista en un consulado suyo en Ankara sin que suenen las alarmas en Naciones Unidas ni nadie pida a gritos un bloqueo internacional. Negocios son negocios. Es el famoso “doble rasero”.

Daniel Ortega no es “confiable” porque está asociado a un movimiento que hizo una revolución, y por lo general vota en sintonía con Cuba y Venezuela. Por eso hay que derrocarlo: porque para la Casa Blanca es parte del “eje del mal”. Y como suele suceder cuando Estados Unidos quiere derrocar un gobierno, financia numerosos partidos opositores y organizaciones no gubernamentales, sean de derecha o de izquierda, de manera legal o ilegal. Nada nuevo bajo el sol.

La contradicción que se le presenta a una parte del progresismo latinoamericano es que este Daniel Ortega ya no se enfrenta solamente al “yanqui, enemigo de la humanidad” -como dice el conocido himno sandinista compuesto por Carlos Mejía Godoy- sino también a antiguos compañeros que reivindican al sandinismo de la revolución y apoyaron las protestas de 2018 en contra de Ortega. Sin embargo, a nadie se le escapa que el derrocamiento de Ortega hoy traería un gobierno claramente alineado con la Casa Blanca y las derechas regionales al estilo de lo que fue el gobierno de facto de Jeanine Añez en Bolivia o el de Lenín Moreno en Ecuador.  

La situación en Nicaragua es la cabal demostración de que la política está plagada de vericuetos y contradicciones que impiden una lectura lineal de los acontecimientos. Y tomar una posición no siempre es sencillo.


*El autor es analista internacional, periodista y director del portal Nodal.am, donde fue publicado originalmente el artículo.

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